viernes, 19 de abril de 2013

Trampas del paraíso hostil



Arrecife (Anagrama, 2012), la más reciente novela del mexicano Juan Villoro, es resultado de ideas que este autor viene proponiendo al menos desde la publicación de su ensayo “La frontera de los ilegales” (1995), en el cual criticaba la idea de un México bárbaro propicio para satisfacer las ansias de exotismo de los extranjeros.
Años más tarde, en 2001, con la publicación de su ensayo “Iguanas y dinosaurios. América Latina como utopía del atraso”, incluido en su libro Efectos personales, el autor fue todavía más allá, al “vaticinar”, con su habitual invocación de las formas de lo cómico, que en el futuro los turistas europeos vendrían a México ya no para relajarse en un paraíso de sol y playa, sino para ser partícipes de las miserias tercermundistas del país, en una “Disneylandia del rezago latino” ideal para conocer dictadores, guerrilleros y traficantes.
Después de mostrar la corrupción del PRI, partido político enquistado por décadas en el poder, en anteriores novelas como El disparo de argón (1991) y Materia dispuesta (1997), el autor hizo su entrada definitiva al mercado editorial español con El testigo (2004), que ya trataba con la violencia crónica que ahora se radicaliza en Arrecife.
El protagonista de Arrecife, Tony Góngora, es un músico que trabaja en un centro vacacional del Caribe mexicano, La Pirámide, donde para divertirse los turistas acceden a ser secuestrados (como parte de un montaje), o bien pueden participar en deportes extremos que son elaboradas formas de suicidarse.
Hay arañas gigantescas entre la comida de los complacidos visitantes, puestas ahí a propósito para cumplir con una apariencia de salvajismo. Además, hay visitas a las inmediaciones del lugar, donde los turistas contemplan ruinas y abrigan la ilusión de encontrarse con guerrilleros. Todo lo anterior en un hotel decadente que emula una pirámide maya y está sitiado por el crimen organizado, ese si, para nada afecto a los juegos.
En ese contexto, donde el turismo se ha vuelto una actividad para pasar malos ratos y satisfacer las ansias de exotismo de los extranjeros, el narco hace su aparición como la autoridad verdadera, capaz de someter a todos y de operar con toda tranquilidad, con la tolerancia y la complicidad de la gente. 
Se ha insistido en la supuesta filiación posmoderna de Villoro, con lo cual habría que poner su literatura al servicio de la deconstrucción de lo que se ha dado en llamar “los grandes relatos”. Hay un conjunto de mitos que le han dado sentido a nuestro mundo, nos dicen, hasta la irrupción de la posmodernidad y, con ella, del relativismo. Nosotros entendemos que esa forma de entender a Villoro es errónea. 
Los criminales que controlan la vida de Kukulcán, el enclave turístico venido a menos donde tienen lugar las acciones de la novela, han dejado tras de si un rastro de huérfanos y mujeres maltratadas. Una desolación que resulta tentador tachar de posmoderna. Al personaje protagónico, sin embargo, solo le quedará hacer frente a la descomposición de su entorno al mismo tiempo que se encarga de subrayar una ironía tras otra. Sin embargo, la posibilidad de una familia (o su remedo) se vuelve el último bastión de la racionalidad. Un elogio de la familia, o de la necesidad de esta, no puede ser posmoderno.

La evidencia del mito

Han pasado varias décadas desde que Octavio Paz publicara El laberinto de la soledad (1950), acaso su obra más influyente. En ella, el poeta recogía las ideas de sus predecesores, como el Samuel Ramos de El perfil del hombre y la cultura en México (1934). Todos los males del acomplejado hombre mexicano provenían de su insuperable soledad, tal era su diagnóstico del ser mexicano, provisto de una identidad cultural traumatizada por la Conquista.
Villoro va a enfrentarse con ese diagnóstico de un México de intimidad indígena y pátina solemne, para cuestionar por medio del humor la idea tan rentable de un país folclórico y enamorado de la muerte, que tanto atrae a los europeos que visitan la playa contaminada de Arrecife, en busca del México bárbaro que los mismos mexicanos se encargan de fomentar con tanto entusiasmo.
Juan Villoro ha puesto en evidencia, una vez más, el oscurantismo que envuelve al mexicano, lo quiera este o no. Estamos ante la historia contradictoria de un ser mitológico, vestido de rosa mexicano, condenado a vivir en un paraíso hostil lleno de trampas que, como hemos dicho, en ocasiones él mismo se encarga de instalar. 


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